Tal vez la madre de Olinda Selwyn había tenido
razón.
Olinda había aceptado un trabajo que consistía en
restaurar bordados antiguos para la
Condesa viuda de Kelvedon. Ella y su madre necesitaban el
dinero. Pero Lady Selwyn tenía miedo de que su hija, bella e inocente, cayera
víctima de las pretensiones de algún caballero mundano.
Olinda se había reído de los temores de su madre.
Pero ahora había dejado de reír. El joven amante de la condesa no guardaba en
secreto sus perversos designios contra la virtud de Olinda. La pobre muchacha
se sentía desamparada. ¿Quién la protegería?
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